*Es curioso que un hombre que vivió muy pocos años en la Argentina y cuyas hazañas militares tuvieron lugar fuera de nuestro territorio sea, para los argentinos, el Padre de la Patria. Esta jerarquía moral incluye, además, un auténtico afecto por parte de nuestro pueblo, que no ha necesitado los grandes libros que se escribieron sobre él ni los ritos escolares en su recordación para hacer de José de San Martín una figura amada, querida, rodeada de un innegable cariño popular. ¿Cuál es la causa de este fenómeno?
Tal vez sea así porque en San Martín se encarnan valores que son importantes para la comunidad y que, en su persona, se dieron en grado excelso. Por ejemplo, su desprendimiento personal, su falta de interés por los bienes materiales. Vivió de sus sueldos y, en el exilio, de las rentas de la casa que tenía en Buenos Aires y de la pensión que le había otorgado el gobierno del Perú. Más tarde, su nombramiento como albacea de la sucesión de Alejandro Aguado le permitió ayudarse con los honorarios judiciales que le correspondían. Siempre vivió modestamente, no le importaba el lujo, y es sabido que, después de liberar a Chile, hizo que un sastre le diera vuelta su viejo uniforme en vez de adquirir uno nuevo. Cuando daba algún banquete por razón de su cargo, solía comer antes algún churrasco en la cocina. Trabajó como un labrador en la finca que le donó el gobierno mendocino y era enemigo de los homenajes que le ofrecían. Esta austeridad de vida hace de la figura de San Martín un paradigma de lo que debería ser un hombre público que caló hondamente en el imaginario colectivo.
Otra característica de San Martín que contribuyó a acrecentar su prestigio fue su férreo sentido del honor. Esto se refleja, por caso, en la forma en que hizo abandono del ejército español. No desertó, no abandonó clandestinamente sus filas, sino que pidió su baja y renunció a la pensión que le correspondía. Cuando organizó el Regimiento de Granaderos a Caballo, el reglamento que impuso a sus hombres enfatizaba la corrección que debían observar en todos sus actos y el cuidado que debían poner en la defensa de su honra. Incluso se consideraba como acto de cobardía el hecho de agachar la cabeza frente a los disparos del enemigo. Sarmiento recuerda en su Facundo que se podía distinguir a un ex granadero desde lejos, por su porte y su manera de caminar. El sentido del honor y la fidelidad a la palabra empeñada se revelan cuando, estando ya el héroe en Europa, uno de sus antiguos colaboradores le formula algunas preguntas respecto a su actuación en la Logia Lautaro y San Martín responde que no puede contestarlas porque está atado a un juramento. ¡Y se refería a hechos ocurridos quince años atrás!
Lo único que lo sacaba de quicio era que pusieran en duda su honorabilidad. Refiriéndose a una intriga urdida, aparentemente, por el representante argentino en Londres, Mariano Moreno, le escribe a Guido en 1834 diciéndole que había cortado su relación con el diplomático "aunque me quedaba el recurso de haber marchado a Londres y darle una tollina de palos", pero prefirió no hacerlo porque "la opinión del país habría padecido". Y fue en Londres, en marzo de 1825, cuando después de una violenta discusión con Rivadavia en ocasión de estar cenando en casa de unos amigos americanos, San Martín, ofendido, le pidió a su amigo el médico inglés Diego Paroissien que fuera portador de un desafío a duelo con el futuro presidente. Trabajosamente, Paroissien disuadió al general por el escándalo que implicaría y el daño que habría de causar el incidente a la causa americana.
No era codicioso de poder. Aceptó ser gobernador de Cuyo con el único propósito de formar allí la base de la fuerza que debía cruzar los Andes. Después de triunfar en Chacabuco y Maipú, declinó convertirse en Director o dictador del pueblo trasandino. En Perú debió hacerse cargo del Protectorado porque no existían allí, en ese momento, elementos orgánicos y confiables para formar un gobierno. Pero después de Guayaquil, cuando percibió que su presencia en el poder de Lima suscitaba recelos en la opinión local, dejó el cargo, devolvió su autoridad al Congreso y abandonó el territorio que había liberado. Al intentar el regreso a su patria, sumida en una cruenta guerra civil, se negó a ponerse al frente del gobierno y se marchó silenciosamente a su ostracismo.
En aquellos tiempos, cuando los militares victoriosos accedían casi obligadamente al poder, el ejemplo de San Martín fue insólito y muchas veces provocó especulaciones sobre los verdaderos motivos de sus renunciamientos. Pero la verdad era que el Libertador tenía un solo objetivo: la emancipación americana. Los oropeles del mando le eran indiferentes y esa actitud -increíble para la época- también contribuyó a rodear a la figura de San Martín de un aura de admiración y respeto.
Otro rasgo que nos hace más querible a San Martín es el amor que sintió por su patria, por lo criollo. Hay que recordar que abandonó su pago nativo a los siete años y volvió cuando contaba más de treinta. Sin embargo, rápidamente retomó su condición de hombre de esta tierra. Esto aparece en docenas de documentos que reflejan modos de hablar, sentimientos y vivencias muy nuestras. Veamos uno solo: la carta que envía a su amigo y confidente Tomás Guido desde París, a comienzos de 1827.
En esa carta, el Libertador habla a Guido de su hija y dice que su abuela "me la había resabiado (como dicen los paisanos)". Lo invita a visitarlo y le asegura que "en cualquier parte en que me halle, una habitación y puchero serían partidos con usted con el mayor placer". Le cuenta cómo es su tranquila vida pero -afirma- "mi alma encuentra un vacío que existe en la misma felicidad y, ¿sabe usted cuál es? El de no estar en Mendoza..." Y más adelante agrega: "Si me dejan tranquilo y gozar de la vida, sentaré mi cuartel general un año en la costa del Paraná, porque me gusta mucho, y otro en Mendoza, hasta que la edad me prive de viajar". Hablar de una niña resabiada , invitar a un puchero, sentir nostalgias por Mendoza y por las costas del Paraná, ¿no son hechos que indican, en este hombre que vive en París tranquilamente y feliz, un hondo sentido de nostalgia y de amor por su patria?
En cierto modo, San Martín fue un personaje muy diferente del arquetipo del héroe de aquellas épocas. Carecía de la condición fáustica y la imaginación desbordante de Bolívar. No estaba dotado de esa especial atracción sobre las multitudes que tenía Artigas. No era pícaro ni disponía de la capacidad de intriga de Rosas. No lo embriagaba la gloria militar, como le ocurría a Alvear. En todo caso, podía parecerse a Sucre, disciplinado, modesto, ceñido a su deber. Era una figura sin dobleces, que se atuvo a valores en los que creía firmemente y que marcaron siempre su rumbo personal y político.
Los pueblos jóvenes necesitan inventar a sus héroes: ellos forman parte de su identidad. Para hacerlo, algunos han tenido que falsificar la historia en mayor o menor medida, señalando virtudes inexistentes o borrando defectos. Algunos historiadores y gobiernos tejen la urdimbre de fantasmas que nunca existieron pero que cobran una vida ejemplar y gloriosa en monumentos, monedas, estampillas y fiestas nacionales. Precisan un Héroe, como todo estado precisa un himno, una bandera, una fecha patria o un banco central. Hay que mirar sin dureza esas falsificaciones. Son puntales que afirman una entidad nacional y siempre es mejor, se supone, un prócer fabricado al gusto del país en cuestión, que vivir en la orfandad de un padre común.
Aquí no hizo falta ningún artificio. San Martín se refleja en nuestra posteridad tal como fue, porque su vida y su trayectoria han sido transparentes, están ampliamente documentadas. Las calumnias y acusaciones que llovieron sobre su persona fueron refutadas sin necesidad de defensa alguna, por la fuerza de las cosas. ¿Que quería coronarse como rey en el Perú? Da risa pensarlo. ¿Que fue ladrón de dineros públicos? La pobreza que más de una vez lo acosó ridiculiza esa insidia. ¿Que desobedeció la orden del gobierno de Buenos Aires de llevar el Ejército de los Andes a luchar contra los montoneros? En efecto, así fue e hizo muy bien: si hubiera acatado la orden, no habría dado la independencia al Perú.
Mitre escribió sus grandes obras sobre San Martín y Belgrano con el propósito de crear personajes que fueran como las columnas fundacionales de nuestra nacionalidad. Pero, aunque no lo hubiera hecho, el recuerdo de San Martín ya estaba instalado en la sociedad argentina: basta recordar que al repatriar sus restos, la guerra civil que había estallado en el país en 1880 cesó por unos días y, espontáneamente, las partes beligerantes depusieron las armas para rendir homenaje al prócer.
Hoy echamos de menos a esta laya de hombres. Una cultura superficial, frívola, sin respeto por los valores y por la conducta, está engendrando dirigentes que sólo se atienen a la búsqueda del poder, del dinero o de la figuración. Pero el ejemplo de San Martín no es un anacronismo, tiene vigencia permanente. Porque no sólo es un prócer: es un espejo de lo que debería ser un hombre consagrado a las cosas importantes del país, es decir, desinteresado de la riqueza personal, honrado, veraz y sin vueltas, indiferente a la obsecuencia, austero, lleno de amor por la patria.
Por eso, uno ve a San Martín no sólo como una estatua sino como a un compadre criollo y amistoso, que está al lado de nosotros vigilando para que no se desmadre nuestro destino como nación.
* Por Félix Luna: La estatua y el compadre criollo. La Nación. Suplemento Cultura. - Buenos Aires, 19 de agosto de 1998
N/R. : Don José de San Martín nació en Yapeyú (Argentina), el 25 de febrero de 1778. Viajó a España y estudió en un colegio militar. Combatió contra moros, franceses y portugueses. Luchó contra el ejército napoleónico que invadió España. En 1812 se embarcó a Londres, y luego a Buenos Aires para luchar por la independencia americana. En 1813, lideró el regimiento Granaderos a Caballo que derrotó a los realistas en la batalla de San Lorenzo. De 1814 a 1817 organizó el Ejército de los Andes, con el cual cruzó la Cordillera y logró la independencia de Chile con la victoria de Maipú, en 1818. En 1820 llegó al Perú, y en julio de 1821 proclamó su independencia en Lima. Gobernó el Perú hasta setiembre de 1822.Llegó a Buenos Aires en 1823 y al año siguiente partió a Europa. Se instaló en Francia y falleció en Boulogne-sur-Mer, el 17 de agosto de 1850.